Pedro solo quería algo de oro...
- dosveintiochomagaz
- 16 oct 2019
- 2 Min. de lectura
Actualizado: 27 oct 2019
Escrito: Maik Espinosa
Pedro solo quería algo de oro, esa fue la única razón por la que entró a la choza de palma en medio de la selva. Escuchaba la madera crujiendo por el fuego en el que ardía, sentía la brisa marina, escuchaba los árboles mecerse por el viento. Una que otra ave desconocida, le presentaba su canto.
En medio de la calma, Pedro, buscaba apresurado alguna joya que pudiera llevar como tesoro, recompensa de una larga travesía desde el otro lado del mundo, hasta el nuevo continente.
El calor húmedo lo hacía sudar a cántaros, gotas sabor a sal escurrían por su frente desde una cabellera rubia, que le valía el apodo de León entre la tripulación. La ropa, de algodón blanco ya desgastado, se pegaba al cuerpo por lo líquido de su transpiración, dejando ver una silueta masculina bien definida.
El trabajo duro, a bordo de un barco por meses, había dado su resultado. Se secaba el sudor con un trapo rojo que guardaba colgándolo de su cinturón de cuero marrón, el calor hacía elevar la temperatura de su sangre.
Meses de viaje, sin tener contacto alguno con una fémina, lo fastidiaba. La ropa rosando su miembro, lo ponía más duro que su armadura. Su respiración era agitada, su cuerpo, palpitaba, se sentía tan vivo que no le importaría penetrar lo primero que se atravesara, total, su esposa en España, jamás se enteraría.
Las locales no estaban tan mal. No eran africanas, no eran indias, no eran musulmanas, aunque también tenían la piel tostada. Si una se atravesaba en su camino, tendría que hacer lo posible para calmar el llamado de su naturaleza.
Mientras pensaba en cuánto le gustaría quitarse ese increíble impulso sexual, sintió una mirada proveniente de una ventana, pero cuando volteaba, no había nadie.
Continúo escudriñando en la choza de paja, hasta que lo interrumpió de nuevo el sonido de un crujido en la hojarasca, afuera, había una sombra que podía observar desde la puerta.
Tomó velozmente su lanza y saltó, cayendo sobre el origen de esa extraña silueta, aterrizó torpemente sobre un cuerpo moreno, vestido solo con taparrabos. Era un indígena que se quedó inmóvil en el suelo, mirando fijamente al conquistador, por alguna extraña razón, brillaron sus ojos.
El primer contacto con una raza del color de la espuma de la playa, conmocionó al local, sintieron su respiración, estaban tan cerca sus labios, que su aliento era uno solo...
Continuará...
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